Comentario de Marcela Ramos

Marcela es profesora de inglés y participó como coach /logística de algunas obras de Walter Cammertoni.

Voy a hablar de Walter Cammertoni, uno de los corerógrafos cordobeses más sobresalientes de los últimos tiempos. Dada mi admiración por él, podría delinear de principio a fin su extenso currículum, hablando de sus estudios en Francia o de los grandes bailarines, tales como Maximiliano Guerra, con quienes trabajó. Podría también hablar de Walter como compañera de trabajo (logística) de algunas de sus obras... Sin embargo, hoy me voy a sentar en una butaca para hablar de él, y voy a compartir mi vivencia como espectadora.

Tomo asiento. Se apagan las luces y los primeros sonidos son gotas de agua. Gota a gota se va haciendo el espacio. Las luces se encienden sutilmente y la co-creación comienza.

Traigo al escenario, sin saberlo, mis propias experiencias: amores vividos, encuentros, distancias, pasiones, religiones... Mi parte de creación, residente en mi memoria emotiva, contempla cómo el lenguaje de los cuerpos que comienzan a moverse se destilan en el escenario. Y cada roce, paso, presión, gesto, caricia, se aviolenta o se suaviza como un río caudaloso en sus meandros para hacerse más significativos a partir de los recuerdos, tan líquidos e incontenibles...

En las coreografías de Walter hay gente que camina (con pasos naturales, sin zapatillas de punta) gente que se cae y se levanta, que se arraiga a la tierra o que vuela en el infinito. Hay, además, oportunas repeticiones enlazadas como un cuadro de Escher, con dimensiones frente-medio-atrás, ritmos y contraritmos, y bellamente ezarzados por silencios y quietud. Todos ellos, gestos que se decodifican inconscientemente y que a lo largo de muchas obras han formado un código que se renace obra a obra.

Ya me acuerdo de cómo una mano atornillándose en el pecho me significaba la angustia por un amor perdido. Lo hice varias veces frente a un espejo... También me acaricio en el gesto de aquél que pasa su mano por la propia cabeza enjuagando el olor de un pensamiento tóxico, obsesivo y recurrente.

Quizás, el momento que más grabado ha quedado en mis registros sea el de la obra “Entretanto Nosotros: Poemas del Cuerpo”, en que los bailarines/actores intentan, infructuosamente, en un escenario rosado kitsch ahorcarse con los cables coquetamente enrulados de viejos teléfonos. La escena cuenta ese deseo eterno de desaparecerse cuando el amante abandona y el amado ejercita el ritual de la muerte una y otra vez. Luego del ahogo de los cables, los danzantes se unen en una desesperada búsqueda por la bocanada de aire, como quien se sumerge en el propio líquido amniótico, recién nacido a la nueva realidad. Ellos tocen, se despejan de la cara los pelos mojados de lágrimas y sonriendo, casi extáticos, casi locos, se levantan desderamatizando la tragedia, bailando con su sombra en su propio recuerdo una balada de cadencias alegres, agradablemente acuartetadas.

Walter Cammertoni hace danzar los sentimientos hacia el punto máximo de tensión del espectador, lo lleva al borde mismo de la catarsis, para luego mostrarle el vuelo de su propia salvación en el juego de la experimentación. La vivencia de observar su trabajo es recordar lo que nos une como humanos: la experiencia de quien ha hecho el amor con la soledad, ha bebido del elixir de la sutil belleza, se ha revolcado en el paso del tiempo que espera, o se ha quedado extático bajo la lluvia, a carcajadas como un niño. Temas, vibraciones, que nos atraviesan desde siempre y a los que muy pocos logran hilvanar en un único momento colectivamente vivido y exquisitamente danzado. Sólo grandes artistas encuentran en el vacío la materia de sus creaciones. Walter Cammertoni es uno de ellos. Me seco las gotas rodando en mi cara, me paro y aplaudo agradecida.

Marcela Ramos